jueves, 10 de febrero de 2011

BARROCOS Y ANTOJADIZOS: NOTAS SOBRE GASTRONOMÍA Y TALAVERA MEXICANAS

Pocos sospecharían que la cerámica mexicana conocida como talavera, en color azul y blanco, tan típica del estado de Puebla, tiene sus orígenes más remotos en la cerámica manufacturada en el medio oriente. [1]
            A partir del siglo X las técnicas y estilos procedentes de esas latitudes fueron introducidos a la península ibérica donde se volvió una artesanía local. Posteriormente, este tipo de cerámica estannífera -es decir, con esmaltes o vidriados en plomo y/o estaño-, llegó a la Nueva España con la conquista. En el continente americano recibió el nombre de loza o talavera, en referencia a su lugar de origen: el pueblo español Talavera de la Reina, un importante centro de producción que hasta la fecha sigue activo. Otro de los nombres comúnmente utilizados para referirse a esta manufactura tanto en México como en España fue el de mayólica, término igualmente aceptado hoy en día como genérico  para este tipo de piezas.
            De todos los pujantes centros urbanos en la Nueva España del siglo XVII fue Puebla de los Ángeles, en el corazón del virreinato, donde la cerámica  estannífera encontró las manos de los artesanos más diestros e imaginativos quienes darían a la talavera sus finas características y personalidad propia.
Los loceros poblanos combinaron con gran libertad e ingenio diseños prehispánicos, ibéricos y chinos en un estilo que después resultaría único y reconocible en el mundo entero.  Se destaca por supuesto, la decoración de inspirada en las porcelanas chinas importadas por el Galeón de Manila,  realizada en azul sobre blanco a la que posteriormente se añadieron otros colores como el amarillo, el verde, el rojo y el siena.
En mayólica se fabricaron tantos tipos de objetos como la imaginación lo permitía: tibores, platos, candiles, jarras y jarrones; así como otros utensilios que hoy en día han caído en desuso como lebrillos, bacinicas, jofainas, escupideras, orinales, mancerinas y albarelos.
Todo esto era parte del menaje superfluo y necesario en palacios, conventos y casas particulares. Sus dueños tenían en tan alta estima estos objetos, que no era extraño que solicitaran decoraciones que incorporaran el escudo de la familia o el de la congregación religiosa a la que pertenecían. Igualmente, en ocasiones se añadían leyendas como: “Soy de mi Señora (…)” o “Sirvo a mi dueño”, por sólo mencionar dos ejemplos.
Entre los utensilios destinados al ajuar doméstico encontramos unos recipientes para guardar alimentos que pueden catalogarse como confiteras. Son vasijas de mediano tamaño con asas y tapa ocasionalmente guarnecidas en plata. Como su nombre lo indica, servían para contener preferentemente golosinas, conservas, almíbares o bizcochos, los cuales hacían las delicias de la mesa virreinal.
Estas confiteras eran almacenadas preferentemente en las cocinas, dentro de despensas y alacenas. Si las piezas eran especialmente lujosas, entonces se mostraban en aparadores junto a lotes de porcelana oriental de Compañía de Indias, búcaros de barro rojo de Tonalá, objetos en fina orfebrería y cristalería de importación.
En un banquete virreinal las golosinas se podían servir en cualquier momento e incluso, varias veces al día. Al no existir la distinción moderna entre platillos dulces y salados, se presentaban a un mismo tiempo entremeses preparados con mucha azúcar, frutas almibaradas y guisos complejos que combinaban especias como canela y nuez moscada con chiles secos molidos,  embutidos y animales de caza.
Hacia 1650 hay cambios significativos en la cocina europea provenientes de la corte francesa. Años después la comida novohispana también “se moderniza”  incorporando más vegetales y frutas fresca, reduciendo su interés por la sobrecarga de especias y diferenciando los sabores dulces de los salados.[2]
De cualquier manera, hacia finales del siglo XVIII y principios del siguiente, la cocina novohispana ya tenía una personalidad propia producto del intenso mestizaje entre sabores provenientes de distintas tradiciones culinarias: la prehispánica, la europea y la oriental.
Platillos que hoy en día consumimos como el mole, la ropavieja, los buñuelos, la jericalla, el manchamanteles y el afamado chile en nogada son recetas virreinales que han llegado hasta nuestros días en versiones más actualizadas pero sin perder el espíritu barroco, mestizo y trasatlántico que les dio origen. Por éste y muchos otros motivos, la cocina mexicana recibió en el 2010 el reconocimiento por parte de la UNESCO como patrimonio inmaterial de la humanidad.
            De la misma manera que la actual cocina mexicana armoniza influencias ancestrales y sabores cosmopolitas,  la cerámica poblana es el resultado de la feliz combinación de técnicas y diseños provenientes de distintas latitudes. La tradición de la cerámica azul y blanca conocida como “talavera poblana” evoca relatos sobre el comercio ultramarino, la asimilación de influencias artísticas y la combinación de diseños locales y foráneos.  
            Por eso, qué mejor que llevar a nuestra mesa un mole negro o un chile en nogada servidos en platones de talavera creados por los artesanos contemporáneos de la señorial Puebla de Zaragoza, antes de los Ángeles.  Una manufactura que, como nuestro tequila, hoy cuenta con denominación de origen, fama y reconocimiento internacional.

Confitera
Puebla, México
Cerámica vidriada estannífera
Siglo XVIII
Museo Arocena / Fundación E. Arocena


[1] Este texto fue originalmente redactado (en una versión significativamente más corta) para el boletín informativo del Museo Arocena “Deja que te cuente mi historia” el cual puede leerse en su página web www.museoarocena.com.
La versión completa puede encontrarse en el Vol. 47 de la revista virtual “Mensajero” del Centro de Investigaciones Históricas de la Universidad Iberoamericana Torreón http://sitio.lag.uia.mx/publico/seccionesuialaguna/publicaciones/mensajero/mensajero.php.

[2] SONIA CORCUERA DE MANCERA. “La embriaguez, la cocina y sus códigos morales” en Historia de la vida cotidiana en México: la ciudad barroca. Coord. Antonio Rubial García. Vol. II, p. 546