viernes, 21 de mayo de 2010

SECRETOS DE UN MUEBLE VIAJERO

Los “bargueños” o cajoneras fueron un tipo de mueble ampliamente difundido en España y la Nueva España a partir del siglo XVI. En ese entonces, las cortes ibéricas no tenían una sede permanente sino que viajaban constantemente llevando consigo sus ajuares y pertenencias reales. De ahí que se impusiera el uso de muebles que fueran transportables, es decir, viajeros, los cuales pudieran trasladarse de un lugar a otro conteniendo objetos y documentos de especial importancia. Otro ejemplo de muebles viajeros lo encontramos en los baúles, arcones y arquetas, así como en los asientos plegables llamados sillas de cadera.

Los cajoncitos, puertas y gavetas de un “bargueño” o cajonera, además de algún compartimiento oculto llamado ingeniosamente secreto, servían para guardar pequeños tesoros como joyas, rosarios, pañuelos, hilos, chaquiras y material para la escritura (aunque en muchas ocasiones sus dueños no supieran leer y escribir). Además de esta variedad de cajones, las cajoneras se distinguían por contar con una tapa de madera, además de asas y cerrojo en hierro forjado. Normalmente se colocaban sobre un pie o taquillón de madera torneada que les servía de soporte y en el cual se descansaba la tapa una vez abierto.

Fusión de estilos

Como ejemplo de los patrones ornamentales del siglo XVI ibérico, vemos el mueble de la imagen, el cual está decorado con la técnica de marquetería, consistente en incrustar delgadas laminillas de maderas preciosas de tal manera que se crean hermosos diseños vegetales o geométricos. Esta técnica fue introducida a la península ibérica durante el Medioevo a través de los grupos de origen musulmán. El estilo decorativo que desarrollarían sería posteriormente conocido como mudéjar, en referencia directa a los artesanos hispano-musulmanes conversos que permanecieron en los reinos ibéricos después que Granada fuera reconquistada por los cristianos en 1492.

De ahí que esta cajonera presente una fusión de estilos muy interesante. La parte exterior de la tapa muestra grecas y medallones que se relacionan con aquéllos del renacimiento geométrico. Al interior predomina el patrón rítmico de los arabescos en formas vegetales estilizadas. La decoración de la puertita central está rematada por un arco conopial de influencia también nazarí. En las puertas laterales se observan paisajes posiblemente vistos desde la arquería de algún alcázar castellano o aragonés.

Por fin, ¿bargueño o cajonera?

En muchas fuentes puede encontrarse que a este tipo de mobiliario se le denomina “bargueño”, sin embargo éste término no es del todo riguroso. Está documentado que el término “bargueño” fue utilizado por primera vez en 1872, como parte del catálogo de objetos artísticos españoles del Museo Victoria & Albert de Londres. Mucho se ha especulado sobre el origen y el verdadero significado de esta palabra, incluso de le ha relacionado con el pueblo español de Bargas, o bien, con un ebanista del mismo apellido. Ninguna de las dos teorías ha podido ser comprobada, de ahí que algunos especialistas prefieran omitir el término “bargueño” para emplear en su lugar el de cajonera e incluso escritorio, que tampoco es del todo acertado, ya que en el siglo XVI normalmente se utilizaban para escribir las mesas conocidas como bufetes o bufetillos.

IMAGEN: Cajonera. Aragón, España (¿?). Madera y marquetería. Siglo XVI (71.7 x 104.3 x 97 cm.). Fundación E. Arocena. Fotografía, Gerardo Suter.

viernes, 7 de mayo de 2010

SE LLAMABA ELENA ARIZMENDI

Del monumental acervo literario que nos ha heredado la Revolución Mexicana, una lectura formativa casi obligada en aquéllos años de preparatoria eran las Memorias de José Vasconcelos, de las cuales, el primer volumen, Ulises Criollo, posiblemente fuera el más socorrido. Como muchos otros alumnos yo también lo leí apresuradamente, sólo que en mi cao con la condición añadida de aprobar un examen extraordinario de literatura sobre el tema. Eran consecuencias de no presentarse a tomar la clase en varias semanas, ni modo.

Pasado el tiempo, superé la imposición escolar y voluntariamente regresé a la lectura, tomándome el cuidado de repasar Ulises Criollo para continuar con el segundo volumen de su autobiografía, La tormenta. Tenía mucha curiosidad de saber qué había ocurrido con uno de los principales personajes, una mujer llamada Adriana que en ambos libros aparecía como el interés romántico de Vasconcelos; una relación que tal vez por ilícita (fuera del contrato matrimonial) parecía resultarle particularmente erótica al autor.

Fue a partir de esta fogosa narrativa que el personaje de Adriana quedaría identificado con la figura de la “amante cabal”, y más aún, con el de la “mujer fatal”, un milagrito que desde finales del siglo XIX se le colgaba al género femenino.

Nombre, ¿es destino?

Al ser las Memorias de Vasconcelos una autobiografía novelada, es normal pensar que de la Adriana literaria a la Adriana histórica pudiera haber alguna distancia. Y así es. Empecemos por decir que el mítico personaje fue construido a partir de la relación que José Vasconcelos estableció con Elena Irene Arizmendi Mejía (1884 – 1949), hija de una familia oaxaqueña de prominente raigambre liberal, quien recibiera una educación muy acorde a su época en colegios de México y los Estados Unidos, siendo en éste último país donde acabaría sus estudios de enfermería.

Podemos encontrar el nombre de Arizmendi relacionado sobre todo a distintos eventos de la Revolución Mexicana. En concreto al movimiento maderista y la batalla de Ciudad Juárez (1911) donde ella fue enfermera de alto rango en la Cruz Blanca Neutral. Sin embargo, y a pesar de esta notoriedad, la sola existencia de Arizmendi permanece prácticamente desconocida, al menos para el gran público.

Por eso me emocionó mucho saber que se había editado el libro Se llamaba Elena Arizmendi (Tusquets, 2010. Colección Centenario), escrito por Gabriela Cano, investigadora del Colegio de México y la Universidad Autónoma Metropolitana. Cano ya había incursionado anteriormente en temas relacionados a la historia de género como es el caso de su libro anterior: Género, poder y política en el México posrevolucionario y del cual ella es coordinadora.

Arqueología aplicada

La autora expresa en estas páginas que la biografía de Arizmendi “entraña una riqueza mucho mayor que la de su álter ego literario” y que frecuentemente se pasa por alto “la capacidad que Arizmendi mostró para sobreponerse al estigma de la amante y rehacer su vida luego de separarse de Vasconcelos (…)”.

A lo largo de los once capítulos del libro, la investigadora establece con mucho rigor la biografía de una mujer cuyas decisiones de vida van mucho más allá de su personificación literaria. Un logro por parte de la investigadora considerando la escasez de fuentes primarias existentes, debido en gran parte a que Arizmendi no legó casi ningún documento personal.

Gabriela Cano reconstruye esta biografía a partir de la entrevista a familiares y contemporáneos de Arizmendi, así como mediante la consulta de fuentes secundarias. Todo esto resultó en una labor que en palabras de la investigadora “tuvo visos de búsqueda arqueológica”. Ella misma comenta en la introducción al libro que posiblemente el mayor obstáculo en su realización fue el superar las ideas preconcebidas acerca del personaje para poder ubicarlo en su justa medida histórica y a través de todas sus facetas: como enfermera, maderista, feminista y escritora.

Ante todo, rigor

Además del evidente rigor en la investigación de Cano, el libro tiene el gran mérito de contar con una narrativa libre y fluida que denota el oficio de la autora en temas de divulgación. Por lo tanto, creo que Se llamaba Elena Arizmendi es una lectura que bien puede terminarse en un solo fin de semana.

Estamos frente a un libro que no abrumará al lector casual con demasiadas citas o pies de página, pero que tampoco desagradará a los más exigentes, ya que al término del volumen de poco más de 250 páginas se encuentran todas las fuentes consultadas y un índice onomástico detallado.

En resumen, Se llamaba Elena Arizmendi es una lectura sumamente recomendable que no solamente es una importante aportación bibliográfica acerca de los “otros” personajes de la Revolución Mexicana, sino que también es una inspiración a superar y enriquecer mediante el conocimiento, las ideas repetidas una y otra vez por las crónicas oficiales.

Ojalá que en el futuro algún maestro de literatura tenga la suficiente imaginación de entregar a sus alumnos el Ulises Criollo acompañado de Se llamaba Elena Arizmendi. Dos lados de la misma moneda.